En 1987, en aquel puerto sin nombre donde se encuentran todas mis historias, existía una vieja estación de tren. Allí, cada tres horas, llegaban vagones cargados de emociones y sentimientos, pero en uno de ellos viajaba una peculiar muñeca de trapo; una pequeña muñeca que había sido extraviada por una aguerrida y admirable princesa.
Los viajeros no daban importancia a la peculiar muñeca, pero, como siempre, mi auténtica y maquiavélica curiosidad por las cosas me llevó a robarla —si es que vale el término—. Al fin y al cabo, era una muñeca de trapo que viajaba sin rumbo y, aparentemente, no tenía dueño.
Cuando tomé la muñeca, me di cuenta de que tenía un pequeño bolsillo a la altura de su también pequeña espalda. Observé con detenimiento y, con mucha sutileza, abrí el bolsillo y saqué un trozo de papel. En la parte frontal había un dibujo y una sola palabra escrita: «Perdóname».
Desdoblé el papel y quedé sorprendido por su contenido. Era una pequeña y apasionada carta de amor, unas palabras que invocaban la sincera y tierna aventura de dos enamorados. Una parte decía: «No olvidaré tu timidez, tu sentido del humor ni la sensualidad atrevida de tus ojos y los míos jugando con la palabra amor, como si se tratase de dos ingenuos».
La verdad es que las princesas no viajan en tren, pero los enamorados recorren una vida entera en busca del amor que nunca encontraron en la estación de aquel puerto sin nombre. Y si las princesas no viajan en tren, jamás encontrarán una muñeca con el amor guardado en un bolsillo.
¿Destino o casualidad?

