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La muerte, el temor y las víctimas

Sólo hay lamentos que engendran la rivalidad de las virtudes en pos de mejorar u optar por el vivir libre, o vivir anclado a un ser que simplemente te oprime y devasta toda ilusión concebida en alguna etapa de la vida. En ese estar transitorio de felicidad. No es simplemente hablar de teología o filosofía de vida, también es hablar de la sencillez de las acciones; de la honestidad única de vivir para trabajar o trabajar para vivir. No hay doctrina alguna que nos incite a la repugnancia de ser esclavos vitalicios por tendencias ideológicas o costumbres ancestrales. Pues hasta un nativo americano vive el sueño americano.

«¿Qué es la muerte?», preguntó un niño. Y sin más, alguien contestó: «La muerte es la cúspide de la vida. Sin ella, el ser humano pierde su esencia. Nadie escapa del amor ni de la muerte».

Podrían ser borrascosas tales palabras. Quizá muy pocos las conciban así, pero la vida y la muerte son conceptos símiles en el proceso evolutivo de todo ser humano.

Pues bien, la muerte —esta palabra que muchos evitan pronunciar por temor a ser víctimas de su poder conceptual— es la que en varios instantes de nuestra existencia hizo de nosotros seres con mayor humanidad. El temor a morir convirtió a los hombres en ejemplos dignos. Por lo cual, el deseo de vivir no es suficiente; no se trata de justificar el aire que respiramos o de justificar lo injustificable. Se trata de no ser esclavos sentimentales o laborales, ya que no existe hombre, mujer o empresa imprescindible para seguir dejando de lado los placeres de la vida. Es más, hay muchos pobres infelices que mueren en vida por aferrarse a un ser que por naturaleza es imperfecto. Y eso no tiene perdón ni justificación.

La muerte llegará, pero cuando llegue, quizá no esté preparada para jugar al cazador por temor a ser cazada. Somos lo que somos, sentimos lo que sentimos, y así como la vida muere, la muerte cobra vida.

No hay peor lamento que seguir muriendo sabiendo que aún te resta vida.

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