La humanidad está en constante peligro. No importa si no actuamos nosotros, pues habrá alguien que lo hará, sea para bien o para mal. La culpa de los caídos va más allá de un simple tropezón que quiebra el corazón de los más sensibles. Siempre habrá una mayor victimización de aquellos seres que no han encontrado el soporte más genuino de esperanza para salir de la oscura depresión del caído.
La culpa del caído está en cada palabra negativa, despectiva e indebida. No hay cielo azul en su mundo, únicamente hay nubes grises y negras. Es sólo una divina tragedia, similar a los nueve círculos del infierno de la Divina Comedia de Dante Alighieri. Cada paso es una oportunidad de manifestar el rencor hacia el caos que invade su mundo.
Todos, en alguna faceta de nuestra vida, hemos sido considerados genios, altruistas, vengadores, villanos, héroes o heroínas. Y casi siempre, levantamos la cabeza y miramos o buscamos el horizonte. Aun así, y con todo, la culpa de los caídos es un tremendo retazo de tela vieja que ha atravesado cientos de albergues en busca de unas buenas manos que puedan transformar esa tela en un traje lleno de vida.
Los caídos nunca dejarán que el tiempo olvide el pasado; siempre llamarán al pasado en letras mayúsculas. No habrá nadie —ni siquiera Dios, Yahvé o Alá, ni religión alguna— que pueda con el ego del caído. Es lógico: está caído. Está con vida, pero muere lentamente esperando que la estocada final acabe con ese pasado. Y, por lo tanto, solo habrá pasados para endulzar el triste presente que proyectan su corazón y su mente.
La culpa de los caídos es aquella guitarra que un día dejaba hermosas melodías en las calles de la vida, pero, por azares del destino, las melodías han abandonado el puerto que daba luz a cada viajero moribundo que llegaba en enormes barcos. Pues sí, ¿de qué sirve una guitarra si no tiene melodías? Ya que, hasta en los peores momentos, la música ilumina la tristeza con suaves notas de amor, fe y esperanza.
Los caídos son sólo un cuerpo sin alma, sin deseos de gritarle a la vida. Son alucinaciones constantes de tragedia, penuria y lamento. No hay margen para alucinar de forma positiva o para recrear escenarios donde la vida también les ha dado grandes alegrías. Es una lucha constante con un narcisismo maleducado, donde hasta el «yo» se pelea con su propia imaginación.

