Web oficial de Alessandro Ilimurí

La duda: el gran mal que hace tanto bien

Es extraño que la vida, como tal, como ese «algo» de bondad y abundancia, amor y desamor, enfermedad y salud, atraiga todo aquello que muchas veces no necesitamos. En ciertos momentos, la vida —algo imaginario hasta que se vive a través de experiencias— es muestra fehaciente de que hay algo más allá de ella misma. Generalmente, la sociedad confunde los conceptos que definen el rol de la vida. Para navegarla, desarrollamos una filosofía para el vivir, y para cumplir tal cometido, recurrimos a la ética, la moral y la religión. Ambas, con un papel muy diferente, intervienen en el día a día del ser humano. La ética y la moral serán aquello que nos permita vivir mejor en esta vida; la religión, por su parte, será la búsqueda de algo mejor que la vida. Pero ¿qué es la vida? O, más inquietante aún, ¿quién creó esa vida?

Sin ir más allá de una simple apología que estime lo inestimable de la teoría de la creación, sea por la ciencia o por la religión, tendremos que justificar como algo capital el porqué de esas preguntas. Si bien es cierto que al hombre como especie, en su vida rutinaria, no le interesa saber en definitiva su procedencia —ya que su mente ha sido manipulada por factores externos para sobrevivir el día a día—, sí busca algo más que simples teorías que no solucionen sus problemas diarios: salir de la pobreza o, tan siquiera, no llegar a ella. El ser y el estar.

No obstante, el ser humano necesita saber la verdad, y por ello descubrió en la filosofía una manera de buscarla. Una forma de interpretar una realidad, un contexto. Un pretexto para salir a la caza de posibles respuestas que aún quedan en la nebulosa del pensamiento racional.

Ahora bien, en la infinidad de las cosas también están los pequeños detalles. Y un detalle tan «diminuto» en apariencia, de sólo cuatro letras pero con una fuerza colosal que ha llevado el pensamiento del hombre a escenarios inciertos, es aquello que llamamos DIOS. Si hay alguien que pueda responder con contundencia sobre el origen de la vida, es Él. He aquí la tesis más cuestionada de todos los tiempos: ¿Existe Dios?

Y qué puedo decir o argumentar… quizá un exceso de ignorancia. Yo sólo sé que sé muy poco de Dios, pero lo que sí sé es que necesito saber más de Él. Existe en mí un deseo arrollador de encontrar el porqué de mi duda, pero esta es insignificante cuando hay algo en mí más fuerte que el propio cuestionamiento. Ya que la duda es fruto de un pensamiento, y si hay en mí ese pensamiento (esas imágenes que nacen en mis placeres intangibles), entonces esa duda no debería existir. Por lo cual, si existe en mí algún pensamiento, entonces hay algo más que debería saber. Y mientras no sepa qué es aquello que no encuentro, sabré que hay «alguien» que sabe más que yo. Y ese alguien que puso en mí tal pensamiento debería ser Dios.

Es probable que la búsqueda de la verdad intente jugar a las escondidas; es más, algunos grandes pensadores decían que a Dios le gusta jugar a las escondidas. Debido a la existencia «tangible» de la pobreza y la miseria, y a la ausencia de ese ser omnipotente para acabar con ellas, nacerá la gran duda sobre Dios: ¿algo, alguien o nada?

La duda es el gran mal que hace tanto bien. Sin ella, existiría la perfección. Y si existiera la perfección, no tendríamos por qué dudar del origen de la vida y, en consecuencia, la palabra sería algo más dentro de un todo, ya que dios es la perfección. Al eliminar la duda de nuestro ser, nos convertiríamos en seres perfectos.

Somos lo que somos, creación divina o polvo de estrellas, pero tenemos la imperiosa necesidad biológica de saber algo más de la vida. No nos vale una simple respuesta; buscamos la verdad, por muy compleja que sea.

Scroll al inicio