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Conocer, amar y la ternura del destino

Existe, pues, un ser tan tierno que es capaz de engalanar la vida incluso de los intrépidos y las malas personas. En este último rol me reconozco, aunque como alguien que siempre intenta hacer el bien.

Conocer, amar y la ternura son tres aspectos que descubrí hacia el año 89, durante una cátedra de filosofía en la que conocí a una estupenda mujer. Desde el primer instante sentí por ella una admiración peculiar, original y emocional.

De hecho, pensar en amarla era prohibido; era una época diferente y una academia estricta en ese tipo de relaciones. Prácticamente, no estaba ni siquiera en discusión. Por lo cual, cerrar el corazón y mirar hacia adelante era la única opción.

Sin embargo, el destino no se dio por vencido: hizo que el amor jugara con los dos, que las melodías fueran al compás de nuestros latidos, que las palabras que le dirigía llegaran a su corazón más que a su razón. Las risas, los minutos y las teorías construyeron una fortaleza de emociones. Era más que el deseo de rozar nuestra piel; era el momento de dos curiosos enamorados.

A partir de entonces, la ética pasó a segundo plano. La belleza que veía en sus ojos fue lo que transformó mi forma de ver la vida, lo que me hizo recordar que en algún momento de «mi maquiavélica vida» yo había atravesado lo mismo que ella.

El hechizo de nuestras miradas creó un mundo paralelo, un universo de opciones, de visualizar nuestro destino como el de dos seres unidos por un hilo rojo, tal como narra una leyenda oriental. Ella, por su parte, adoraba mis clases; era una aprendiz destacada en el mundo de la filosofía. Planteaba preguntas y quería respuestas, no aceptaba un «no», buscaba hasta saber que había un «sí» esperando ser encontrado.

La tragedia sentimental de nuestra filosofía iba más allá de nosotros. Fue un magnetismo que nos atrapó y nos dejó en un mundo abierto, pero al mismo tiempo limitados por el juicio de los demás. Cada encuentro era pasajero, pero eterno.

Las cartas eran su forma de revelar lo que quería de mí. Lo que frente a frente no me decía, lo plasmaba en una página con sus propias palabras y, al leerla, era como estar frente a ella: visualizaba sus gestos, sus risas y sus miradas.

Ser o no ser, sentir o no sentir… ahí quedó una filosofía que no podíamos predecir; solo podíamos argumentar y adornar con ella nuestra bella historia.

El destino jugaba con dos polos opuestos, pero no contaba con que ambos lograríamos hacer que lo imposible se volviera posible.

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