La casa de los deseos narra la bella historia de lo que un día fue y otro día dejó de ser. Es como la diferencia entre el verbo «ser», que perdura en el tiempo, y el verbo «estar», que es algo transitorio.
Los días pueden parecer semanas; las semanas, meses, y los meses, años, en un intento de parar el tiempo con el único fin de vivir el amor eterno.
Inspirados por el deseo, intentamos convertir los sentimientos en bellas cartas de amor, un arte que se ha ido perdiendo con los años. Y al respecto, la casa de los deseos, nacida de un gran amor del abuelo, quedó para siempre como el símbolo de que todo aquello que fue mágico puede volver a nacer.
Las cartas, esas que expresan lo que uno en verdad siente, duelen y reparan las heridas. Vuelven los momentos en los que expresamos aquello que no podemos decir. Pedimos a gritos que nos tomen en cuenta, que nos den una mirada, que nos hagan sentir diferentes; diferentes desde el punto de vista de saber que hay algo o alguien que desea compartir la química del amor con un ser que necesita ese compuesto para terminar la fórmula.
La reacción mágica es como un eclipse, cuando el sol y la luna vuelven a estar juntos. Esos amores imposibles que, en algún momento de la vida, el universo se encarga de unirlos por segundos. Santiamenes que luego son una eternidad.
De estas hermosas y dramáticas singularidades hay vencedores y vencidos, pero saber quién se llevó la victoria es el gran misterio del amor. Mientras la fórmula tenga las cantidades suficientes para generar una reacción, el tiempo ya no importa: los segundos vividos como un verdadero amor perdurarán por toda la vida.
No se trata de forzar la química o de pedir deseos todos los días; se trata de estar en el lugar adecuado, en el momento oportuno y con la persona precisa.

